“Hablar
no es malo, pero hablar poco es mejor. Se acaba antes. En general,
hablar debería ser una operación breve más a menudo. No hay tanto
que decir, a fin de cuentas.
Todo debiera ser relativamente breve,
casi siempre, para pasar al siguiente punto, o irse a casa. Ciertas
frases, después del primer verbo, se vuelven muros grasientos,
infranqueables. Pronunciarse con brevedad encierra su dificultad,
claro. No todo el mundo vale para ser gente de pocas palabras.
Digamos que no basta callar, sin más. Un individuo parco, reservado,
no es alguien silencioso, que nunca tiene nada que decir. En
absoluto. Es más, tiene probablemente mucho que decir, pero
renuncia, o lo dice en corto, codificado, hacia dentro. Pocas
palabras no es simplemente mucho silencio a su alrededor.
Las pocas
palabras son otra cosa. De
entrada, son las que son, las justas, las que se necesitan, ni una
más. Pocas, aunque algunas. Son cierta filosofía de la sobriedad, y
la idea de que la vida pasa enseguida, en especial cuando la cuentas
con muchas frases. Esa actitud hay que poseerla.
No se imposta. Ni se improvisa, a menos que lleves toda la vida
ensayándola. Alguna vez leí que cuando William
Faulkner murió, en su
pueblo natal de Oxford, Mississippi, los negocios locales pusieron un
cartel que decía: “En memoria de William Faulkner, este negocio
permanecerá cerrado desde las 2.00 hasta las 2.15 pm. 7 de julio de
1962″. Fue un homenaje modesto, corto, brevísimo, pero que la
historia no olvidó. La brevedad es efectiva, y no por ello breve, si
deja eco. “
Hablar
se vuelve por momentos una montaña escarpada, traicionera, en cuya
cima no hay gran cosa, salvo vistas a la niebla y bajas temperaturas.
Cada frase es una tribulación, el martirio. Hay que concebirla,
pensarla, estructurarla, enunciarla, esperar que se entienda, lo que
a menudo no ocurre, afrontar las reacciones, y comenzar otra vez,
frase nueva, pensar, estructurar.
En
todo caso, la brevedad tuvo un maestro supremo: Augusto
Monterroso. Aborrecía la
conversación. Era tan de pocas palabras, que llamarse Augusto
Monterroso le parecía latoso, casi un discurso, y con los años lo
podó hasta dejarlo reducido a Tito. Su brevedad fue célebre, en tal
grado, que para algunos se hacía incluso larga. Fue el caso de la
mujer de un cónsul a la que le presentaron durante una recepción en
una embajada. Le explicaron que Augusto era el autor del famoso
cuento del dinosaurio. Se saludaron, y durante el saludo, la mujer
comentó: “Ah, el cuento del dinosaurio, recién lo estoy leyendo,
ya le contaré cuando termine”.
Éstas pocas
palabras las he recogido en Jot Down por Juan
Tallón en la que yo me veo reflejada y
si fuera escritora …..pero no lo soy y desde aquí le doy mi
gratitud.
Hoy tenía cita con el psiquiatra y la
verdad, no tenia muchas ganas de hablar.
La gratitud es mútua. Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias Juan.
ResponderEliminarUn abrazo de esta que se pasa mucho tiempo sin hablar y que cuando lo hace también es para soltar mis mierdas.
Gracias a ti
Como me gusta esta entrada... a mí que soy una lenguatona de lo peor. Un beso, Arena
ResponderEliminarUn beso Alma.
ResponderEliminarMe alegro que estés de regreso aunque muy a pesar tuyo.