miércoles, 27 de marzo de 2013

De alguien que no le gusta hablar mucho





Hablar no es malo, pero hablar poco es mejor. Se acaba antes. En general, hablar debería ser una operación breve más a menudo. No hay tanto que decir, a fin de cuentas. 

Todo debiera ser relativamente breve, casi siempre, para pasar al siguiente punto, o irse a casa. Ciertas frases, después del primer verbo, se vuelven muros grasientos, infranqueables. Pronunciarse con brevedad encierra su dificultad, claro. No todo el mundo vale para ser gente de pocas palabras. Digamos que no basta callar, sin más. Un individuo parco, reservado, no es alguien silencioso, que nunca tiene nada que decir. En absoluto. Es más, tiene probablemente mucho que decir, pero renuncia, o lo dice en corto, codificado, hacia dentro. Pocas palabras no es simplemente mucho silencio a su alrededor.

 Las pocas palabras son otra cosa. De entrada, son las que son, las justas, las que se necesitan, ni una más. Pocas, aunque algunas. Son cierta filosofía de la sobriedad, y la idea de que la vida pasa enseguida, en especial cuando la cuentas con muchas frases. Esa actitud hay que poseerla. No se imposta. Ni se improvisa, a menos que lleves toda la vida ensayándola. Alguna vez leí que cuando William Faulkner murió, en su pueblo natal de Oxford, Mississippi, los negocios locales pusieron un cartel que decía: “En memoria de William Faulkner, este negocio permanecerá cerrado desde las 2.00 hasta las 2.15 pm. 7 de julio de 1962″. Fue un homenaje modesto, corto, brevísimo, pero que la historia no olvidó. La brevedad es efectiva, y no por ello breve, si deja eco.



Hablar se vuelve por momentos una montaña escarpada, traicionera, en cuya cima no hay gran cosa, salvo vistas a la niebla y bajas temperaturas. Cada frase es una tribulación, el martirio. Hay que concebirla, pensarla, estructurarla, enunciarla, esperar que se entienda, lo que a menudo no ocurre, afrontar las reacciones, y comenzar otra vez, frase nueva, pensar, estructurar.


En todo caso, la brevedad tuvo un maestro supremo: Augusto Monterroso. Aborrecía la conversación. Era tan de pocas palabras, que llamarse Augusto Monterroso le parecía latoso, casi un discurso, y con los años lo podó hasta dejarlo reducido a Tito. Su brevedad fue célebre, en tal grado, que para algunos se hacía incluso larga. Fue el caso de la mujer de un cónsul a la que le presentaron durante una recepción en una embajada. Le explicaron que Augusto era el autor del famoso cuento del dinosaurio. Se saludaron, y durante el saludo, la mujer comentó: “Ah, el cuento del dinosaurio, recién lo estoy leyendo, ya le contaré cuando termine”. 

Éstas pocas palabras las he recogido  en  Jot Down  por   Juan Tallón  en la que yo me veo reflejada y si fuera escritora …..pero no lo soy y desde aquí le doy mi gratitud.


Hoy tenía cita con el psiquiatra y la verdad, no tenia muchas ganas de hablar.

4 comentarios:

  1. La gratitud es mútua. Un abrazo.

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias Juan.
    Un abrazo de esta que se pasa mucho tiempo sin hablar y que cuando lo hace también es para soltar mis mierdas.
    Gracias a ti

    ResponderEliminar
  3. Como me gusta esta entrada... a mí que soy una lenguatona de lo peor. Un beso, Arena

    ResponderEliminar
  4. Un beso Alma.
    Me alegro que estés de regreso aunque muy a pesar tuyo.

    ResponderEliminar

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...